lunes, 26 de marzo de 2012

NUESTROS LEGISLADORES


2 Proyectos con mirada de género en Nación y en Provincia de Buenos Aires.
Página12, sábado 24 de marzo de 2012
Proyecto sobre femicidio
En las próximas semanas, el Senado de la Nación tratará un proyecto de ley para modificar el Código Penal y considerar como agravante de homicidio que sea cometido contra mujeres. El proyecto, presentado por el senador Daniel Filmus (FpV) y girado a la Comisión de Justicia y Asuntos Penales de la Cámara alta, incorpora entre los agravantes de homicidio con pena de prisión perpetua al femicidio, al femicidio vinculado y al asesinato por orientación sexual. El femicidio, especifica el texto, es el “asesinato de una mujer por su condición de género”, algo que durante 2011 sucedió en 186 ocasiones, 20 más que el año anterior. El proyecto también equipara a la convivencia con los vínculos agravantes, como cónyuges o familiares sanguíneos.
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VIERNES, 23 DE MARZO DE 2012
Emergencia pública por violencia de género
 *       Por Karina Nazabal[1]

Los casos de violencia de género y femicidios que se registraron en los últimos años echaron luz sobre una problemática que se encontraba escondida en la sociedad, pero también desnudaron el atraso de las políticas públicas que fortalecen los derechos de las mujeres.
La mayor cantidad de crímenes se dan en territorio bonaerense. Por eso es urgente declarar por ley la emergencia pública por violencia de género en nuestra provincia. La declaración de emergencia contempla una serie de normas tendientes a revertir la situación:
La implementación, en el territorio bonaerense, de la Ley Nacional 26.485 de “Protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales”, aprobada por unanimidad por el Congreso de la Nación en el 2008.
La creación del Registro Provincial de Datos de Causas Judiciales iniciadas en los organismos del Poder Judicial de la provincia que funcionará bajo la órbita del Ministerio de Justicia y Seguridad y permitirá contar con datos precisos sobre los casos de violencia para construir políticas públicas, ya que, según un informe recientemente presentado por la Defensoría del Pueblo bonaerense, no existen estadísticas judiciales sobre el tema. Hoy no se puede saber el total de homicidios, violaciones o lesiones sufridas por las mujeres.
Y de la mano de esto, es urgente la creación del Observatorio para la Erradicación de la Violencia de Género, el cual funcionará en el Ministerio de Jefatura de Gabinete y se encargará de analizar los diferentes factores que originan la violencia machista.
También se establece la conformación del Consejo Consultivo de Violencia de Género, órgano que estará integrado por representantes de todos los poderes del Estado, universidades públicas y privadas, organizaciones sociales y colegios de profesionales y tendría por objeto analizar la implementación práctica de este proyecto y propiciar reformas.
Todas estas medidas contribuirán a lo que consideramos la herramienta fundamental de esta ley que es la creación del Plan Provincial de Acción para la Prevención, Asistencia y Erradicación de la Violencia contra las Mujeres que contempla, además, el acceso gratuito y rápido de los servicios sanitarios, legales y socio-laborales en todos los municipios y el resguardo de la identidad de la víctima para evitar su posible revictimización.
El trabajo integral y conectado entre organismos eficientes y capacitados del Estado debería dar como resultado políticas de sensibilización, concientización y prevención que logren erradicar esta cultura machista que mata.


[1] Diputada bonaerense por el Frente para la Victoria

lunes, 12 de marzo de 2012

Pagina12


Página 12, sábado 10 de marzo de 2012
Sobre todos y todas

Final del formulario
       Por Sandra Russo

El domingo pasado, alrededor de la Real Academia Española (RAE) se armó un tremendo revuelo de género. Fue conocido ese día un informe firmado por 23 académicos –eso incluye a tres mujeres, y esta aclaración hace al ombligo del problema–, titulado “Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer”. Aprovecho de paso para insistir en que “la mujer no existe”. Lo dijo Lacan en otro sentido que nunca terminé de descifrar, pero aquí, en este contexto, que “la mujer” no existe significa que esa palabra en singular es un subproducto de la lengua que ha sido tomado y capturado por los medios de comunicación y más tarde por la publicidad. Esos son los ámbitos adecuados para “la mujer”. En la vida real hay mujeres.
En “la mujer” caben muchos sentidos que vienen solos y sin que uno haga ningún esfuerzo. Después de haber arrastrado durante decenas de siglos un espíritu de inferior calidad que el masculino, de lo primero que nos empoderamos las mujeres es de nuestra propia multiplicidad. Somos mujeres que podemos ser muy, pero muy distintas unas de otras, y al mismo tiempo en cada una de nosotras caben muchas maneras de ser una mujer. Así que para empezar, primero el plural.
Estos académicos de la RAE se encolumnaron detrás de Ignacio Bosque, que fue quien elaboró el informe. La RAE salió, una vez más, al choque de una avanzada de género promovida desde hace años por muchos colectivos feministas, que elaboran guías sobre el sexismo en el lenguaje. El nudo de la cuestión es que las feministas protestan porque el lenguaje no se adapta a la realidad de las mujeres que hoy circulan como nunca antes en la historia por el mundo público.
Las feministas protestan porque el sustantivo masculino incluye al femenino, y eso ya no es un detalle, ni un modo decir lo correcto, ni es una enunciación justa. Las mujeres estamos gramaticalmente incluidas en los sustantivos masculinos (trabajadores, ciudadanos, amigos, invitados, etc.: todo eso, que es de género masculino, lleva al género femenino incorporado, justo como una costilla semántica). Pero no es la lengua la que determina la realidad, es al revés.
Las lingüistas feministas sostienen que esa inclusión forzada de lo femenino en lo masculino es una forma de exclusión en la lengua. El estar contenidas e invisibilizadas en los sustantivos masculinos obliga a las mujeres a una pregunta que deben hacerse miles de veces en sus vidas: “¿Me están hablando a mí?”, mientras los varones jamás pasan por esa experiencia. Si en una clase cualquiera una maestra dice: “Que salgan todos los alumnos del aula”, los varones saben que deben irse. Las niñas dudan: ¿salen todos o sólo los varones? Desde ese punto de vista, las guías de lenguaje no sexista buscan borrar esas zonas grises del lenguaje, porque son grises sólo para las mujeres.
La lingüista española Mercedes Bengoechea, en un artículo titulado “La sociedad cambia, la Academia no”, recuerda que, a partir de 2001, la RAE ha insistido con varios documentos con el mismo contenido que el último: reafirman que el masculino abarca a ambos géneros y que por lo tanto es innecesario, por ejemplo y viniendo para aquí, el “todos y todas” y hasta la palabra “Presidenta”. Bengoechea indica que desde 2005, la RAE se remite a su Diccionario Panhispánico de Dudas, donde bajo la entrada género se afirma que el masculino abarca a ambos sexos. El ejemplo del mal uso del idioma al respecto que ofrecen parece destinado a una lectura argentina. Es éste: “Decidió luchar ella, y ayudar a sus compañeros y compañeras”. La RAE afirma que en ese caso “el masculino pudo y debió ser usado”. Bengoechea, que ha sido decana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Alcalá, agrega que “además de las dobles formas, para el Panhispánico son inadmisibles los dobles determinantes (las y los ciudadanos) y la arroba. La insistencia en la necesidad de evitar las dobles formas o la arroba, las arrebatadas defensas del masculino de algunos de sus miembros y las diversas explicaciones, argumentos y apologías a favor del masculino o del término hombre para representar a ambos sexos demuestran, en primer lugar, lo relativamente extendido de su uso y, en segundo lugar, la enconada resistencia de las Academias a su utilización”.
Naturalmente, se trata de la pulseada entre algo vivo y algo muerto. La RAE no admite que es inherente a la lengua el mismo estado de evolución de aquello que esa lengua designa. Los sectores que se van sintiendo incómodos con la lengua la van modificando, en un movimiento natural de precisión y especificidad. La lingüista da un ejemplo de su vida cotidiana: si después de decir tres veces a diferentes personas “este año en el curso tengo unos excelentes alumnos rusos”, y verse obligada a aclarar que entre esos “alumnos” hay “alumnas”, es comprensible que busque maneras alternativas de expresión que se ajusten a lo que quiere decir, de modo que a la cuarta vez le dirá a alguien: “Este año en el curso tengo un excelente alumnado ruso” o “este año en el curso tengo un grupo excelente de alumnas y alumnos rusos”.
La RAE se queja de que las guías “contravienen las normas de la lengua”. Del otro lado se le responde que la lengua ha sido usada desde hace siglos como el soporte de las estrategias patriarcales en relación con las mujeres, que la lengua no ha sido ni es un espíritu santo, sino más bien un fondo negro que lleva inscriptas y ocultas las relaciones de poder. No sólo las feministas salieron al cruce de la RAE esta semana. Otros sectores, académicos, políticos, lingüísticos, los que sostienen precisamente que las lenguas nunca fueron neutrales ni están esterilizadas, encontraron una oportunidad para volver a poner eso en debate. Luis Martín Cabrera –profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de San Diego–, en un artículo titulado “Me he vuelto loca, sólo puedo escribir en femenino”, afirma que rasgarse las vestiduras porque las guías no han sido elaboradas por lingüistas es un argumento disciplinario y autoritario. “Es el mismo argumento que utilizan historiadores como Santos Juliá, que piensan que la memoria es un asalto a su disciplina; ni la historia les pertenece exclusivamente a los historiadores ni el lenguaje es patrimonio de los lingüistas, no son sus minifundios ideológicos. Por otro lado, no es sorprendente que no les hayan pedido ayuda, pues la RAE es históricamente una de las instituciones más sexistas y misóginas del mundo. Todavía recuerdo al anterior director de la RAE, don Víctor García de la Concha, que por desgracia fue mi profesor, diciendo que ‘la literatura no tiene la regla’, provocando carcajadas generales y reproduciendo esa nefasta complicidad entre hombrecitos. Se puede discutir si existe una literatura femenina, pero no con argumentos sexistas.”
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Género y derecho

Final del formulario
       Por Mónica Pinto *

Las leyes son generales; tienen un sujeto genérico, el empleador, el trabajador, el contratista, el contribuyente. Las normas de derechos humanos siguen la misma regla; ellas enuncian derechos protegidos para “toda persona”, señalan que “nadie” debe ser objeto de tortura, maltratos. Detrás del “toda persona” y del “nadie”, hay individuos de todos los sexos y géneros. Sin embargo, para algunos sujetos como las mujeres, la igualdad plena sigue siendo sólo declamada.
Las normas sobre derechos humanos de las mujeres han adoptado el enfoque de género, esto es, una óptica que permite dar cuenta de la heterogeneidad de las condiciones culturales, sociales y económicas que afectan la vida cotidiana de hombres y mujeres en su interacción. El género expresa los papeles, la inserción que la cultura tiene reservados para unos y otras en un determinado contexto social.
Las prácticas de discriminación contra las mujeres tienen raíces culturales y se expresan en la legislación, en las instituciones, en el cotidiano vivir. Hay que hacerles frente con normas adecuadas. También con nuevas actitudes, rutinas y políticas públicas que incluyan a las mujeres en igualdad.
La discriminación genera exclusión. La discriminación incluye la violencia dirigida contra la mujer porque es mujer o la afecta en forma desproporcionada. Incluye actos que producen daños o sufrimientos de índole física, mental o sexual, amenazas de cometer esos actos, coacción y otras formas de privación de la libertad. En general, los autores de actos violentos suelen pertenecer al círculo próximo de la víctima.
Las prácticas discriminatorias sobreviven porque las violaciones a los derechos humanos de las mujeres suelen tener impunidad. El derecho solo no alcanza para modificar la realidad.
La violación y el abuso deshonesto son delito en casi toda América. Sin embargo, su denuncia es muchas veces una mera formalidad y conseguir una dignificación es un imposible. Todo esto pasa en la Argentina actual. Los periódicos cuentan de mujeres asesinadas, violadas, torturadas, quemadas por sus compañeros de vida. También dan cuenta de claros casos de trata de mujeres, delito complejo que sólo se favorece con la ineficiencia de la Justicia que calla y la corrupción de funcionarios públicos y de las fuerzas seguridad.
La violencia es un comportamiento aprendido que por ello puede modificarse. La violencia contra la mujer la trasciende y llega a la familia, a la sociedad y tiene efectos intergeneracionales.
Las políticas de erradicación de la violencia contra la mujer requieren la participación del poder público, que tiene la obligación de protegernos, de actores privados y del colectivo de mujeres.
Hay formas de tratar la violencia. Es necesario adoptar estrategias para su supresión, de modo de seguir cristalizando ciudadanía plena para las mujeres. Las normas son necesarias, pero para ser útiles deben ser aplicadas. Se requieren también cambios culturales.
Sin perjuicio del discurso democrático favorable a la igualdad, las declaraciones no alcanzan. Son imprescindibles políticas públicas, estrategias que las implementen.
En este hacer, la universidad tiene un papel que jugar. Debe ayudar a desprejuiciar, a vencer los estereotipos que obstaculizan la igualdad. La tarea radica en demostrar en los hechos que la igualdad no consiste en uniformar de manera autoritaria, en forzarnos a hacer todo de la misma manera, sino todo lo contrario; que seamos iguales no impide sino que alienta la diversidad.
La universidad debe plantearse el enfoque de género como un ejercicio de militancia a su interior, pero también como parte de su tarea de enseñanza, investigación y extensión. La sociedad en que vivimos nos lo exige.
Nosotras se lo debemos a las que nos precedieron y a las que nos siguen.
* Decana de la Facultad de Derecho de la UBA


martes, 6 de marzo de 2012

Cuando la voz de las víctimas comienza a escucharse


ELEVAN A JUICIO ORAL UNA CAUSA PARALELA A LA DE MARITA VERON POR SECUESTRO Y EXPLOTACION SEXUAL

La fiscal de Tucumán Adriana Gianoni elevó a juicio oral la causa por privación de la libertad de Fátima Mansilla, una chica de 16 años secuestrada hace una década. Los acusados también están siendo juzgados por el caso de Marita Verón.








 Por Marta Dillon - pagina12
Las pruebas son contundentes, los hechos están suficientemente probados. Para la fiscal tucumana Adriana Gianoni, Fátima Mansilla fue secuestrada, privada de su libertad, obligada a prostituirse mediante la fuerza o bajo amenazas. Tenía 16 años y las heridas que recibió entonces todavía supuran; según el informe psicológico que consta en el auto de elevación a juicio pedido por la fiscal –y al que este diario accedió en exclusiva–, Fátima “siente náuseas al abordar aspectos de su sexualidad”. Los síntomas de estrés post-traumático son evidentes a pesar de los diez años transcurridos desde que estuvo cautiva. Los mismos diez años que se tomó la Justicia para dar por terminada la investigación y proponer que Daniela Milhein y Alejandro González sean juzgados por lo que le hicieron. Milhein y González, las mismas personas que están acusadas de haber mantenido cautiva a Marita Verón en Tucumán, en ese domicilio donde Fátima pudo cruzar unas palabras con ella a pesar del miedo y de la duermevela causada por las drogas que las obligaron a consumir a las dos.
Aunque lenta, la justicia parece llegar, inexorable. Esta elevación a juicio de la única causa paralela a la de Marita Verón por trata de personas –aunque los hechos sean anteriores a la ley de trata sancionada en 2008 y la calificación sea otra, es de ese delito del que se habla–- tiene un efecto doble. Por un lado da cuenta de un modo de operar: Fátima Mansilla también fue secuestrada en la calle, retenida y obligada a prostituirse. Por el otro, fortalece el testimonio de Mansilla en un momento en el que la defensa de los imputados parece contar con la única herramienta de desacreditar a las y los testigos. Eso fue lo que intentó Milhein al inicio del juicio por la desaparición de Marita Verón. Usó su derecho a declarar para contar su propia historia como víctima de trata cuando era menor de edad. Dijo que fue Rubén Ale, el ex dirigente de fútbol y protegido del gobierno de Julio Miranda, quien literalmente se convirtió en su “dueño”, el que la obligaba a prostituirse y cobraba el dinero que ella generaba. Pero también aprovechó la oportunidad para decir que Fátima Mansilla era una “fabuladora”, que ella jamás la había tenido secuestrada sino que, por el contrario, la había protegido de los maltratos de su madre y hasta había pedido su guarda judicial para ponerla a salvo. Esto es lo que se cae como fruta madura después de leer los fundamentos de la elevación a juicio de la fiscal Adriana Gianoni.
Como primera herramienta de prueba, la fiscal valora la denuncia de la madre de Fátima, Adriana del Valle Mujica, el 27 de mayo de 2002, en sede policial. Allí la mujer dice que su hija fue a la carnicería y no volvió, que está sumamente preocupada y que cree que es Daniela Milhein quien puede saber algo. Fátima había trabajado como niñera para Milhein, pero Mujica le había pedido a su hija que no vaya más después de que la niña le contara sobre “chicas que iban y venían”. Desde entonces la habían acosado para que volviera a trabajar. Fue esa negativa la que terminó resolviéndose por la fuerza. “González me palmeó en la espalda y después me tapó la boca y me obligó a subir al auto, Daniela le abrió la puerta y después arrancaron”, dice Fátima en su testimonio.
Como en un episodio calcado del descripto por Susana Trimarco –cuando cuenta que fueron los mismos sospechados de secuestrar a su hija quienes parecían ayudarla en su búsqueda–, la mamá de Fátima fue acompañada por la propia Milhein a pedir ayuda a un canal de televisión para que difundan su fotografía. Es que Mujica, desesperada, había ido a buscarla al mismo lugar donde la tenían secuestrada. En el auto de elevación a juicio firmado por Gianoni consta el testimonio de quien las recibió en Canal 10 de Tucumán. Este hombre, de apellido Campero, es el que dice que “la mujer que acompañaba a la madre de la víctima se volvió después de que yo le pidiera la foto y la denuncia para pasarla por el canal para decirme que no difunda la información porque la chica se había ido de la casa por los maltratos que le daba la madre. Eso me llamó la atención, porque fue dicho por lo bajo mientras la madre lloraba y se mostraba muy angustiada a pocos metros de distancia”.
Mientras su mamá la buscaba, Fátima vivía entre la inconsciencia y el dolor: “Un día vino un hombre que se llamaba Daniel Moyano –transcribe el escrito de Gianoni–, que decían que tenía unas casitas en Río Gallegos y me inyectó en el brazo y en la cola y al rato yo me quedaba como dormida y cuando me despertaba me dolía todo el cuerpo, estaba sin ropa y tenía semen entre las piernas. Y un día al ver que yo no quería saber nada vino Pablo, el hermano de Daniela, con otros hombres y me pegaron en todas partes de mi cuerpo. Daniela me quiso estrangular, me ponía las rodillas sobre el pecho y me apretaba, me decía que me iba a llevar con el señor Ale a La Rioja y que me iban a matar”. Ale y La Rioja, un nombre y un destino que también sellaron la suerte de Marita Verón.
En su descargo, Daniela Milhein declaró lo mismo que dijo en el juicio por Marita Verón. Que estaba preocupada por Fátima y que debido a los golpes que le dio su madre tuvo que llevarla al Hospital Ramón Carrillo para que la atiendan. Fátima cuenta otra cosa: “Un día me llevaron al Carrillo porque yo estaba mal, vomitaba y orinaba sangre, Daniela me anotó como si fuera su hermana porque no querían que supiera que estaba ahí”. En ese hospital tucumano figura la entrada de Fátima en julio de 2002. Efectivamente, figura como Fátima Gignone, el apellido de la madre de Milhein. ¿La excusa de la acusada? “Es que mi mamá la quería como a una hija.” “Ni siquiera el gran afecto que pueda sentir una persona por otra justifica que se den datos falsos a una entidad pública como es un hospital”, argumenta la fiscal con evidente sentido común en su escrito.
Que las víctimas de trata están en esa situación por su propia voluntad. O que Marita Verón, por ejemplo, era prostituta o que había sido violada por su padre y por eso ella quiso que su familia perdiera su rastro. Eso es lo que argumenta parte de la defensa de los imputados. Es una estrategia tan común como burda, que Milhein también puso en práctica cuando aseguró que se había presentado a la Defensoría del Menor para proteger a Fátima. Pero la que era una niña entonces lo contó así: “Daniela me saca un día en auto y me lleva a la Defensoría y ahí habla con una chica que le da un papel y me dice que ese papel era la guarda que le habían dado a ella porque yo era menor y que ahora mi mamá no iba a poder hacer nada por mí. Con ese papel me tenía amenazada”. La fiscal, para cerrar el asunto, da cuenta de que no hay ningún otro trámite legal más que una presentación de Milhein en la Defensoría de Menores que dé cuenta de su intención de proteger a la menor o de pedir su guarda por los malos tratos que se supone habría recibido.
¿Podría estar mintiendo Fátima Mansilla? La pregunta, obviamente, surgió durante la instrucción de la causa y por eso se ordenó un psicodiagnóstico al Gabinete Psicosocial del Poder Judicial de la capital tucumana. El informe es un mapa de las cicatrices que deja la trata de personas con fines de explotación sexual: “Síntomas compatibles con transtorno por estrés post-traumático con varios años de evolución, pérdida de interés en lo cotidiano, sensación de futuro limitado, miedos intensos, daño psíquico crónico”. Pero más allá de las heridas, la conclusión es excluyente: “Puede dar cuenta de múltiples hechos con un relato espontáneo, lógico, coherente. No se observan signos de fabulación”.
Un capítulo aparte merecen las marcas en la intimidad que dejó esa experiencia en una niña de 16 años, que a pesar de lo vivido sigue firme en su intención de reparar a través de la búsqueda de justicia. “Angustia, ansiedad, conductas evitativas y manifestaciones psicosomáticas y náuseas al hablar de aspectos de su sexualidad; posicionándose respecto de ellos en forma pasiva”, dice el informe del Gabinete Psicosocial.
La fiscal calificó los hechos que se les imputan a Milhein y a González, como “privación ilegítima de la libertad agravada por minoría de edad, promoción de la prostitución de una menor agravada por el uso de violencia y amenazas y promoción de corrupción de una menor todo en concurso real y en coautoría”. Hechos gravísimos que serán juzgados en audiencia pública en el exacto momento en que el oído social empieza a dejarse permear por los relatos de las víctimas que se niegan a quedarse quietas en ese lugar estanco para empezar a hablar.. Para dejar de ser víctimas. Fátima Mansilla será de las primeras mujeres que estuvieron sometidas a la trata de personas para que su cuerpo se use como un objeto de cambio en declarar en el juicio por Marita Verón. Su voz, ahora, tendrá el eco que espera desde hace diez años.

jueves, 1 de marzo de 2012

PSICOLOGIA › LAS “NARRATIVAS” EN LA TERAPIA CON VICTIMAS DE VIOLENCIA “Me lo debo haber imaginado”


jueves 1 de marzo de 2012

Cada persona que ha sido víctima de violencia, individual o colectiva, la experimenta –sostiene el autor de esta nota– de acuerdo con una narrativa, una historia específica que se cuenta a sí misma y que a veces está orientada por los perpetradores mismos. El trabajo terapéutico puede consistir en acompañar y asistir a la persona en el trabajo de reconstruir esa narrativa.







 Por Carlos E. Sluzki * pagina12
Tiempo atrás estaba ayudando a un hombre en terapia a reorganizar su identidad, dañada durante dos meses de tortura despiadada en una prisión del gobierno militar de su país de origen, seguida de un exilio forzado. Después de unas primeras sesiones en las que parecía fundamentalmente embotado, este hombre comenzó a llorar inconsolablemente, semana tras semana. Lloraba, decía, por el tiempo perdido, por la inocencia perdida, por sus ideales traicionados, por los amigos muertos o que aún estaban en prisión, por su propio sufrimiento. En un momento dado del proceso terapéutico lo empuje suavemente a que incluyera comentarios acerca de los perpetradores, a que expresara sus emociones al respecto. Me frenó: “No estoy interesado en ellos –dijo–. Déjeme hacer mi duelo a mi manera, en paz.” Por supuesto, tenía razón.
Recientemente, en el curso de una terapia con una mujer que había sido abusada emocional y sexualmente con saña durante largo tiempo por su novio, ella comenzó a describir al perpetrador en términos de su contexto, su historia y su estilo. Como tuve la impresión de que con esas descripciones estaba intentando justificar esa violencia, desafié su descripción, definiendo sin ambigüedad la responsabilidad que él tenía acerca de la violencia. Me corrigió: “No es que lo esté justificando. Trato de entenderlo, de verlo como un ser humano y no como un objeto, para diferenciarme de él. Esto es lo que estoy haciendo”. Por cierto, ella tenía razón.
Otra mujer, víctima de un asalto y violación que la había dejado profundamente traumatizada, pasó un largo período dominado por lo que me pareció era una diatriba interminable de odio y de planes fantasiosos de venganza en contra de sus agresores. Si bien yo, en tanto testigo de su historia, legitimaba su indignación, cada tanto hacía comentarios centrados en su sufrimiento, la pérdida de la inocencia, su desilusión acerca del mundo. Y cada vez que lo hacía, ella me acusaba de que estaba intentando distraerla de lo que sentía como central para ella, a saber, la legitimidad de su furia. Y, por supuesto, también ella tenía razón.
El trabajo terapéutico con víctimas de la violencia –sobrevivientes de atrocidades individuales o colectivas– conlleva un proceso de develar y recuperar verdades, facilitar el duelo, reconstituir la autoría y experiencia de iniciativa a través de la acción y la reivindicación, recuperar el futuro, y reconectarse consigo mismo y con los demás. Esto implica una tarea a veces agotadora de ayudar a nuestros pacientes a cambiar específicamente aquellas narrativas acerca de su experiencia de victimización y de las consecuencias morales y de comportamiento de las mismas, que los ha atrapado en un mundo en el cual su capacidad de autoafirmación, reconocimiento, autoría, autonomía, crecimiento, alegría y enriquecimiento emocional recíproco está drásticamente disminuida.
Todo acto de violencia interpersonal pone en jaque nuestras premisas acerca de cómo concebir y como describir nuestra vida y nuestro alrededor, destruye nuestra inserción en el mundo. No es de sorprender que el primer efecto de un acto de violencia en la víctima es una experiencia de confusión, una pérdida de la coherencia interna que constituye su identidad: La violencia destruye el modo de describir el mundo y, por lo tanto, destruye ese mundo. Un niño que acaba con un brazo roto por una paliza propinada por un padre o una madre malhumorados, una mujer que recibe una trompada de su esposo, una persona mayor inválida emancipada por el abandono de sus hijos, una joven que acaba violada en lo que ella entendió que era una cita amistosa, una persona que es asaltada en un callejón por un ladrón, un ciudadano que es torturado por un oficial de seguridad, la violación masiva de mujeres con fines de “contaminar el grupo racial”, la exterminación sistemática de una población dada, una expulsión masiva de un grupo étnico, el Holocausto, los actos del Kmer Rouge, Ruanda, Darfur, todos tienen en común el ultraje de esas premisas básicas de seguridad y respeto recíproco en tanto seres humanos, de ese apoyo que esperamos como miembros de una familia, de una comunidad o de la familia humana. Las víctimas son despojadas en cada caso del requisito de coherencia necesario para vivir en un mundo predecible, ordenado y razonable.
Esta fractura de la trama del mundo hace añicos la identidad y genera en aquellos que la padecen un hambre de coherencia, un anhelo básico de orden. Como consecuencia, buscarán y aceptarán cualquier descripción que pueda permitirles reestablecer alguna semblanza de estabilidad en su visión del mundo y de sí mismos. Esta necesidad extrema de claridad expone a las víctimas de violencia a ser inoculadas por narrativas distorsionadas y tóxicas provenientes de su cultura o de su tradición familiar, de sus propias experiencias de vida previas, o aun ofrecidas por los mismos perpetradores o por los testigos de la violencia.
Una cachetada, una violación, un acto de tortura, una muerte violenta, son rótulos descontextualizados, desnudos, que definen actos de violencia, y no la secuencia de las acciones, ni el elenco total de participantes, ni el contexto o los corolarios morales o relacionales, elementos todos que son los componentes constitutivos de una historia. Muchos de los rasgos de las historias –y de sus transformaciones a partir de una experiencia de violencia y a partir de una terapia– se ven facilitados por las historias dominantes en nuestras culturas, por las tradiciones y mitos y múltiples historias que otorgan identidad a nuestra familia y a nuestro entorno cultural y étnico, por los temas dominantes en nuestra extracción socio-económico-política –con su cuota variable de sexismo, clasismo y regionalismo–, por nuestros credos –tales como la noción del karma en un contexto budista y la de pecado y castigo en un contexto judeo-cristiano–, y por los relatos dominantes en los medios de comunicación de masas. Esos mitos e historias arquetípicas o idiosincrásicas proporcionan anteproyectos explicativos listos para influenciar o aun guiar las historias personales en vías de ser reorganizadas luego de una experiencia de violencia que las hace tambalear.
Pero ocurre que, a través de sus acciones y comentarios, los perpetradores, los cómplices, los posibles espectadores, testigos (aun el mejor intencionado) y la misma víctima poseen también el poder de facilitar, sembrar, inocular ciertos argumentos que mistifican, opacan y re-editan, por así decir, la naturaleza violenta del acto así como la responsabilidad de victimarios y a la vez de las víctimas.
Tergiversando a quién pertenece la iniciativa, mistificando el rol del victimario, la violencia puede definirse como forzada en el perpetrador por alguna otra instancia (“Yo no quería hacerlo pero...”), culpando, en ultima instancia, a la víctima (“Hiciste que lo hiciera”), a circunstancias externas (“Estaba estresado por mi trabajo”, “Sólo cumplía órdenes”), a las hormonas (“¿Qué quieres?, ¡No estoy hecho de piedra!”), a los genes (“Tú sabes que yo soy así, temperamental. ¿Por qué me provocaste?”), a los malos entendidos (“Me invitaste a tu departamento, así que no me digas que no esperabas que nos acostáramos juntos”), a otras generaciones (“Me estaba vengando de lo que tus abuelos hicieron a mis abuelos”).
Introduciendo confusión en el escenario, el perpetrador –o un testigo, o aun la víctima, cuando se encuentra “adecuadamente entrenada” por sus propias experiencias previas– puede rotular el acto de violencia, no como violencia, sino como educación (“¡Esto te enseñará!”) o como amor (“¡Lo hice porque te amo tanto!”).
Descalificando la experiencia de la víctima, el efecto físico o emocional de la violencia puede ser negado (“¡No te puede haber dolido tanto!”; “Al final acabo por gustarte, ¿no es cierto?”).
Mistificando el corolario moral, la intención del acto de violencia puede ser redefinida (“¡Lo estoy haciendo por tu propio bien!”).
Además, el perpetrador, el contexto y aun el imaginario de la víctima pueden forzarla para que acepte una versión tergiversada de la realidad mediante amenazas de aislamiento social, riesgo o desesperanza, argumentando vergüenza (“¡Todos te conocen, y sabrán que, de verdad, tú lo provocaste, serás el hazmerreír de todo el mundo!”), falta de credibilidad (“¡Nadie creerá tu acusación!”), terror (“Si se lo dices a alguien volveré y te mataré”), locura (“¡Estás totalmente loco/a! ¡Eso nunca sucedió!”).
En resumen, a través de esos procesos, luego de actos de violencia intensa y a veces persistentes, las víctimas tenderán a mostrar, ya grados variados de confusión o desorganización –el efecto de su capacidad disminuida para contar su historia de las circunstancias y retener la coherencia de su mundo–, ya distorsiones en la historia de la violencia en la cual ellas mismas ocupan, al menos en cierta medida, la posición de autoperpetradoras o al menos cómplices de su propia victimización y sufrimiento (“Yo la provoqué”; “Yo me la busqué”; “Yo me la merezco”; “Me lo debo haber imaginado”).
Estas descripciones alteradas ofrecen a la víctima un respiro temporal, una salida provisoria para el espantoso sentido de traición de las premisas básicas de vivir que conlleva el acto de violencia, dado que estas mistificaciones cuestionan que la traición haya tenido lugar: fue, en realidad, un acto de amor, o de educación, o un acto forzado por la víctima, y hasta disfrutado. Así, la víctima olvida lo que ocurrió o bien lo desdibuja, a la vez que adapta la historia distorsionada. Esa alternativa, a la que muchas víctimas de la violencia se aferran como tabla de salvación, ocurre a expensas de abandonar toda introspección, validación y protagonismo ético. De hecho, esta salida acarrea inconvenientes importantes: requiere un esfuerzo psíquico intenso para ser mantenida, dado que tiene lugar a costo de una negación de señales que provienen del feedback de los otros, del propio cuerpo y aun del sentido común; por lo tanto, esta estrategia fomenta el embotamiento emocional; conduce a un progresivo aislamiento de aquellos miembros significativos de la red social –familia, amigos, vecinos– que contradicen esa versión de la realidad, lo que reduce el contacto social íntimo; aumenta el riesgo de la repetición del daño, dado que no favorece comportamientos protectores necesarios para evitar la recidiva de la violencia, es decir, reduce la posibilidad de aprendizaje y cambio, obscurece la necesidad de una reparación por el sufrimiento, dado que el perpetrador desaparece como tal de la historia. Por lo tanto, escamotea la ética relacional y cementa a la larga una visión solitaria y desesperanzada de la realidad, ya que la visión del mundo adoptada implica con frecuencia que “los demás están ahí siempre listos para tomar ventaja de mí” o bien que “yo me lo merezco”; por lo tanto, minimiza la resiliencia y facilita la perpetuación de la violencia.
Uno de los resultados –y algunas veces una de las intenciones– de todo tipo de violencia colectiva es no sólo la eliminación de las víctimas mismas (su desaparición, denigración absoluta o expulsión), sino también la destrucción de la historia de vida de las víctimas, de sus testimonios y recuerdos, de su identidad. Ese proceso es compartido con frecuencia por la violencia interpersonal, privada.
El objetivo del proceso terapéutico con víctimas de la violencia es precisamente el opuesto: es “dar voz” a las víctimas a través de desestabilizar los componentes mistificados de la historia de victimización, restaurar la memoria y la identidad y abrir las posibilidades de re-capturar el protagonismo de su vida, así como de recuperar su dignidad.

Narrativas de recuperación

La evolución de cada narrativa de violencia del sobreviviente es idiosincrásica: cada paciente evolucionará a su propio paso y a través de su propia ordalía y sus propios ritos de pasaje. La cura incluye con frecuencia una serie de transformaciones de la historia de violencia. Cada paciente permanecerá en una u otra de las posibles narrativas durante el tiempo que le sea necesario como para ir hilando la trama de la recapturación digna de sus identidades, sus introspecciones y sus capacidades para la alegría y la esperanza. Algunas incluirán el mundo de los perpetradores, algunas no (y ésta puede evolucionar de no incluirla hacia incluirla, o viceversa). Algunas ubicarán la fuente de la responsabilidad de la victimización en el perpetrador, otros en los espectadores, o en el contexto, o en otros personajes (frecuentemente moviéndose de una historia simple y lineal a una más compleja y rica) o, en parte, en la víctima –si de eso se desprenden aprendizajes e insights enriquecedores–. Algunas presentarán una historia en continua evolución, mientras que otros llegarán a un punto dado y se detendrán ahí. De hecho, existen muchas maneras de vivir una vida.
En el curso de ese proceso acompañamos a nuestros pacientes a través de algunas paradojas resistentes. Una de ellas es que el cierre de la historia, la resolución interior, es necesaria, pero todo cierre definitivo de la historia es imposible, ya que para asegurar retener todo lo que se aprendió de ella requiere mantenerla, hasta cierto punto, viva.
Resulta importante tener presente que, a pesar de toda expectativa, la terapia no es restauradora, es decir, que las vidas de los sobrevivientes nunca serán “como antes”. Ellos vivirán, esperamos, vidas diferentes, vidas con menos sufrimiento y más placer, con más iniciativa y más libertado, vidas valiosas, pero no “como antes”. De hecho, las fantasías de restitutio ab initio (a saber, que la experiencia traumática va a desaparecer a través de la actividad terapéutica, como una suerte de recompensa por los esfuerzos y los sufrimientos) constituyen una expectativa ilusoria frecuente no sólo en muchas víctimas de violencia en el proceso de recuperación, sino también en muchos terapeutas, lo que agrega otro nivel de duelo al proceso (la perdida del final feliz, tanto para la víctima como para el terapeuta). Por ello, podemos aún anticipar que el cierre de un proceso de reparación será seguido por una sensación ambivalente de éxito y de fracaso, de satisfacción y de vacío.
* Extractado del artículo “Victimización, recuperación y las historias ‘con mejor forma’”, incluido en la revista Sistemas Familiares y otros Sistemas Humanos, de la Asociación de Psicoterapia Sistémica de Buenos Aires