lunes, 12 de marzo de 2012

Pagina12


Página 12, sábado 10 de marzo de 2012
Sobre todos y todas

Final del formulario
       Por Sandra Russo

El domingo pasado, alrededor de la Real Academia Española (RAE) se armó un tremendo revuelo de género. Fue conocido ese día un informe firmado por 23 académicos –eso incluye a tres mujeres, y esta aclaración hace al ombligo del problema–, titulado “Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer”. Aprovecho de paso para insistir en que “la mujer no existe”. Lo dijo Lacan en otro sentido que nunca terminé de descifrar, pero aquí, en este contexto, que “la mujer” no existe significa que esa palabra en singular es un subproducto de la lengua que ha sido tomado y capturado por los medios de comunicación y más tarde por la publicidad. Esos son los ámbitos adecuados para “la mujer”. En la vida real hay mujeres.
En “la mujer” caben muchos sentidos que vienen solos y sin que uno haga ningún esfuerzo. Después de haber arrastrado durante decenas de siglos un espíritu de inferior calidad que el masculino, de lo primero que nos empoderamos las mujeres es de nuestra propia multiplicidad. Somos mujeres que podemos ser muy, pero muy distintas unas de otras, y al mismo tiempo en cada una de nosotras caben muchas maneras de ser una mujer. Así que para empezar, primero el plural.
Estos académicos de la RAE se encolumnaron detrás de Ignacio Bosque, que fue quien elaboró el informe. La RAE salió, una vez más, al choque de una avanzada de género promovida desde hace años por muchos colectivos feministas, que elaboran guías sobre el sexismo en el lenguaje. El nudo de la cuestión es que las feministas protestan porque el lenguaje no se adapta a la realidad de las mujeres que hoy circulan como nunca antes en la historia por el mundo público.
Las feministas protestan porque el sustantivo masculino incluye al femenino, y eso ya no es un detalle, ni un modo decir lo correcto, ni es una enunciación justa. Las mujeres estamos gramaticalmente incluidas en los sustantivos masculinos (trabajadores, ciudadanos, amigos, invitados, etc.: todo eso, que es de género masculino, lleva al género femenino incorporado, justo como una costilla semántica). Pero no es la lengua la que determina la realidad, es al revés.
Las lingüistas feministas sostienen que esa inclusión forzada de lo femenino en lo masculino es una forma de exclusión en la lengua. El estar contenidas e invisibilizadas en los sustantivos masculinos obliga a las mujeres a una pregunta que deben hacerse miles de veces en sus vidas: “¿Me están hablando a mí?”, mientras los varones jamás pasan por esa experiencia. Si en una clase cualquiera una maestra dice: “Que salgan todos los alumnos del aula”, los varones saben que deben irse. Las niñas dudan: ¿salen todos o sólo los varones? Desde ese punto de vista, las guías de lenguaje no sexista buscan borrar esas zonas grises del lenguaje, porque son grises sólo para las mujeres.
La lingüista española Mercedes Bengoechea, en un artículo titulado “La sociedad cambia, la Academia no”, recuerda que, a partir de 2001, la RAE ha insistido con varios documentos con el mismo contenido que el último: reafirman que el masculino abarca a ambos géneros y que por lo tanto es innecesario, por ejemplo y viniendo para aquí, el “todos y todas” y hasta la palabra “Presidenta”. Bengoechea indica que desde 2005, la RAE se remite a su Diccionario Panhispánico de Dudas, donde bajo la entrada género se afirma que el masculino abarca a ambos sexos. El ejemplo del mal uso del idioma al respecto que ofrecen parece destinado a una lectura argentina. Es éste: “Decidió luchar ella, y ayudar a sus compañeros y compañeras”. La RAE afirma que en ese caso “el masculino pudo y debió ser usado”. Bengoechea, que ha sido decana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Alcalá, agrega que “además de las dobles formas, para el Panhispánico son inadmisibles los dobles determinantes (las y los ciudadanos) y la arroba. La insistencia en la necesidad de evitar las dobles formas o la arroba, las arrebatadas defensas del masculino de algunos de sus miembros y las diversas explicaciones, argumentos y apologías a favor del masculino o del término hombre para representar a ambos sexos demuestran, en primer lugar, lo relativamente extendido de su uso y, en segundo lugar, la enconada resistencia de las Academias a su utilización”.
Naturalmente, se trata de la pulseada entre algo vivo y algo muerto. La RAE no admite que es inherente a la lengua el mismo estado de evolución de aquello que esa lengua designa. Los sectores que se van sintiendo incómodos con la lengua la van modificando, en un movimiento natural de precisión y especificidad. La lingüista da un ejemplo de su vida cotidiana: si después de decir tres veces a diferentes personas “este año en el curso tengo unos excelentes alumnos rusos”, y verse obligada a aclarar que entre esos “alumnos” hay “alumnas”, es comprensible que busque maneras alternativas de expresión que se ajusten a lo que quiere decir, de modo que a la cuarta vez le dirá a alguien: “Este año en el curso tengo un excelente alumnado ruso” o “este año en el curso tengo un grupo excelente de alumnas y alumnos rusos”.
La RAE se queja de que las guías “contravienen las normas de la lengua”. Del otro lado se le responde que la lengua ha sido usada desde hace siglos como el soporte de las estrategias patriarcales en relación con las mujeres, que la lengua no ha sido ni es un espíritu santo, sino más bien un fondo negro que lleva inscriptas y ocultas las relaciones de poder. No sólo las feministas salieron al cruce de la RAE esta semana. Otros sectores, académicos, políticos, lingüísticos, los que sostienen precisamente que las lenguas nunca fueron neutrales ni están esterilizadas, encontraron una oportunidad para volver a poner eso en debate. Luis Martín Cabrera –profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de San Diego–, en un artículo titulado “Me he vuelto loca, sólo puedo escribir en femenino”, afirma que rasgarse las vestiduras porque las guías no han sido elaboradas por lingüistas es un argumento disciplinario y autoritario. “Es el mismo argumento que utilizan historiadores como Santos Juliá, que piensan que la memoria es un asalto a su disciplina; ni la historia les pertenece exclusivamente a los historiadores ni el lenguaje es patrimonio de los lingüistas, no son sus minifundios ideológicos. Por otro lado, no es sorprendente que no les hayan pedido ayuda, pues la RAE es históricamente una de las instituciones más sexistas y misóginas del mundo. Todavía recuerdo al anterior director de la RAE, don Víctor García de la Concha, que por desgracia fue mi profesor, diciendo que ‘la literatura no tiene la regla’, provocando carcajadas generales y reproduciendo esa nefasta complicidad entre hombrecitos. Se puede discutir si existe una literatura femenina, pero no con argumentos sexistas.”
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Género y derecho

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       Por Mónica Pinto *

Las leyes son generales; tienen un sujeto genérico, el empleador, el trabajador, el contratista, el contribuyente. Las normas de derechos humanos siguen la misma regla; ellas enuncian derechos protegidos para “toda persona”, señalan que “nadie” debe ser objeto de tortura, maltratos. Detrás del “toda persona” y del “nadie”, hay individuos de todos los sexos y géneros. Sin embargo, para algunos sujetos como las mujeres, la igualdad plena sigue siendo sólo declamada.
Las normas sobre derechos humanos de las mujeres han adoptado el enfoque de género, esto es, una óptica que permite dar cuenta de la heterogeneidad de las condiciones culturales, sociales y económicas que afectan la vida cotidiana de hombres y mujeres en su interacción. El género expresa los papeles, la inserción que la cultura tiene reservados para unos y otras en un determinado contexto social.
Las prácticas de discriminación contra las mujeres tienen raíces culturales y se expresan en la legislación, en las instituciones, en el cotidiano vivir. Hay que hacerles frente con normas adecuadas. También con nuevas actitudes, rutinas y políticas públicas que incluyan a las mujeres en igualdad.
La discriminación genera exclusión. La discriminación incluye la violencia dirigida contra la mujer porque es mujer o la afecta en forma desproporcionada. Incluye actos que producen daños o sufrimientos de índole física, mental o sexual, amenazas de cometer esos actos, coacción y otras formas de privación de la libertad. En general, los autores de actos violentos suelen pertenecer al círculo próximo de la víctima.
Las prácticas discriminatorias sobreviven porque las violaciones a los derechos humanos de las mujeres suelen tener impunidad. El derecho solo no alcanza para modificar la realidad.
La violación y el abuso deshonesto son delito en casi toda América. Sin embargo, su denuncia es muchas veces una mera formalidad y conseguir una dignificación es un imposible. Todo esto pasa en la Argentina actual. Los periódicos cuentan de mujeres asesinadas, violadas, torturadas, quemadas por sus compañeros de vida. También dan cuenta de claros casos de trata de mujeres, delito complejo que sólo se favorece con la ineficiencia de la Justicia que calla y la corrupción de funcionarios públicos y de las fuerzas seguridad.
La violencia es un comportamiento aprendido que por ello puede modificarse. La violencia contra la mujer la trasciende y llega a la familia, a la sociedad y tiene efectos intergeneracionales.
Las políticas de erradicación de la violencia contra la mujer requieren la participación del poder público, que tiene la obligación de protegernos, de actores privados y del colectivo de mujeres.
Hay formas de tratar la violencia. Es necesario adoptar estrategias para su supresión, de modo de seguir cristalizando ciudadanía plena para las mujeres. Las normas son necesarias, pero para ser útiles deben ser aplicadas. Se requieren también cambios culturales.
Sin perjuicio del discurso democrático favorable a la igualdad, las declaraciones no alcanzan. Son imprescindibles políticas públicas, estrategias que las implementen.
En este hacer, la universidad tiene un papel que jugar. Debe ayudar a desprejuiciar, a vencer los estereotipos que obstaculizan la igualdad. La tarea radica en demostrar en los hechos que la igualdad no consiste en uniformar de manera autoritaria, en forzarnos a hacer todo de la misma manera, sino todo lo contrario; que seamos iguales no impide sino que alienta la diversidad.
La universidad debe plantearse el enfoque de género como un ejercicio de militancia a su interior, pero también como parte de su tarea de enseñanza, investigación y extensión. La sociedad en que vivimos nos lo exige.
Nosotras se lo debemos a las que nos precedieron y a las que nos siguen.
* Decana de la Facultad de Derecho de la UBA


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